Afuera

La plaza está iluminada como nunca. Navidad aún no llega, pero el verano se anuncia en los carros paseantes. La gente nunca está tranquila. Ahora, si bien descansan de ciertas amarguras que arrastran como la memoria y los años, prefieren reposar, a los gritos, sonrientes bajo un árbol frondoso.

Yo los miro de lejos. Cerca, en la mesa próxima, tengo gente que pertenece a esa camada de personas alegres, pero que se han quedado sin su pedazo de plaza. O, tal vez, son hippies con ropas nuevas y no quieren ensuciar sus trajes universitarios.

Lo cierto es que tanto ellos como yo estamos en el mismo espacio; aunque la física lo refute, el sentido común entiende. Ellos brindan y sonríen y declaran la guerra al amor instituido; ellos saben, ya lo vieron, comprobaron en sus viejos el fracaso y el dolor.

Uno cita de memoria un pasaje de una obra que, intuyo, ha leído. Causa gracia en los otros, que se ríen y lo burlan buscando su aprobación. Todos acuerdan que la literatura es una fiesta, la cultura una bendición y que ese es otro motivo para brindar hoy, «aquí y ahora».

La tertulia continúa con sus gritos, con sus fotos, con sus datos de color sobre naciones que no conozco, sobre lugares que no pisé, sobre regiones que no logro ubicar. Hablan en varias lenguas, porque conocen el lenguaje del Perú, pero también el escocés y las distintas variedades del alemán. Uno dice saber inglés, todos ríen.

No me levanto, no me voy, no estoy con ellos ni me siento excluido. Estoy en otra mesa, vine a tomar un café, vine a descansar del cuarto vacío en el que vivo, Vocativo, desde que te fuiste, vine a compartir mi soledad de periódico y medialunas con señores de cabezas calvas. Nada de eso encontré, hoy, afuera, en este café.

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